La China Iron canta el Martín Fierro (book review)

La china Iron tiene tres lenguas en su nombre. Con la que la llama Fierro y la tradición literaria. Con la que se nombra a ella misma y con la que la nombra la mujer a quien encuentra y con la que sale al mundo. Inglés, español, la posibilidad de una lengua: en la fuerza de contar y nombrar una vida sin culpa, con gozoso amor y sorpresa reside el poder transgresor de la novela más reciente de Gabriela Cabezón Cámara (Random House Mondadori, noviembre del 2017).

La China es la mujer —la niña de catorce años— que el Martín Fierro ganó jugando al truco. Cuando el héroe de la literatura argentina es llevado a pelear contra los indios, su mujer se va del rancho y de los hijos. Se monta con su perro Estreya en la carreta de Elizabeth, una inglesa pelirroja que busca a su marido por las pampas. En el viaje aprende a nombrar, a sentir con la lengua. A pesar de que la China nunca lo quiso, «la bestia de mi marido», le dice, a falta otro apellido usa Fierro, Iron. El nombre es la mezcla, China Josefina, Josephine Star Iron. Star porque decide también llevar el nombre de Estreya, con quien construye una relación de amor que previene toda sensación de desamparo: «a veces nos mirábamos mi perrito y yo, y […] encontraba en mí una certeza, un hogar, algo que le confirmaba que lo suyo no era la intemperie» (17). La lengua también permite que la China descubra su propio cuerpo y de las distintas posibilidades de entrega y de amor: «Me sorprendió, no entendí, no sabía que se podía [besar a otra mujer] y se me había revelado como una naturaleza. […] me gustó, me entró la lengua de Liz tan imperiosa, esa saliva picante y florida de curry y té y perfume de lavanda […]. No estaba segura de que fuera ese beso una costumbre inglesa o un pecado internacional” (39).

 

Gabriela Cabezón Cámara en entrevista para Laprimerapiedra.

Lentamente se teje la familia móvil de Liz y la China: «del relato de Liz y de mis cuidados por cada una de las cosas que teníamos emergía un lugar» (29). A la caravana se suma Rosario, un joven gaucho de madre india que adopta corderos, potros, conejos, cuises. Construye, negocia, y mientras tanto sana, porque los tres humanos son de alguna manera residuos del sistema estanciero con el que se funda la imagen de la patria argentina, y del que el Martín Fierro es emblema (siendo él también cantante y forajido). Entre los cuatro, con Estreya, cinco con el cordero, seis y siete con los otros animales, y más de trescientas cuarenta reses comienza a cuajar el sueño comunitario (una de las utopías literarias de Cabezón) de una vida posible fuera de las fronteras de la nación y de sus regulaciones. Es decir, de esas cosas que en la academia llamamos bio-algo. Biopoder. Biopolítica.

La carreta con el mundo occidental de Liz, el mundo intermedio de la China, que crece, vive y aprende, y el mundo del gaucho desertor, anda entre el frío, el fango, los inmensos descampados, las nubes de tábanos, el polvo, el lodo y el verano. Topan (Cervantes dixit) con la estancia. Antes, topan con los cadáveres que deja su sistema: muertos gauchos, muertos indios («rebeldes», «negros»), huesos revueltos de vacas y de humanos. Los recibe un tal José Hernández. La belleza de este Hernández está en que pasa por la voz entre aguda y suspicaz e ingenua de la China. Y vista la historia desde esta óptica, o con este sonido, la industria del progreso es el prolongado dislate de un borracho: «todos hemos de sacrificarnos por la consolidación de la Nación Argentina, iba diciendo con la voz cada vez más empastada pero sin achicarse […] y la mirada se le puso inquieta, les estamos metiendo a estas larvas la música de la civilización en la carne, serán masa de obreros con los corazones latiendo armoniosos al ritmo de la fábrica» (92). Hernández cae, borracho. Y a la China no se le olvida que ese «patriarca rural» se le robó los versos «a la bestia» de su marido.

La prosa de Cabezón, es decir, la voz de su Josefina Star renueva y cuestiona la tradición literaria argentina de múltiples formas. Para mí, la más importante es su voluntad de canto y ritmo. Canta porque la prosa de la primera persona de la China tiene una fuerza musical. Hay octosílabos escondidos en la narración, y cualquier lector comprueba que la China rima si se sienta a leerla en voz alta (a Cervantes le gusta esto). Así, renueva la novela y la gauchesca. Y la mariconea, porque este canto libre implica destronar al gaucho guapo, al macho. En su lugar está la mujer que canta amando mujeres, amando hombres. Y enuncia a los gauchos que aman hombres y viven en comunidad con los indios. Habrase visto semejante propuesta.

 

Cabezón Cámara fotografiada para Página 12, Sebastián Freire.

Después de la estancia viajan hasta encontrarse con los indios, con quienes vive el Fierro y el marido de Liz. Todos han escapado. Y todos se reencuentran. El gaucho tiene ahora trenzas de indio. La China se las cortó. Y en esta vuelta que propone la autora, Fierro era amante de Cruz, el otro gaucho, guapo y compañero de fuga del primero en la versión de Hernández. Fierro y Cruz amantes han aparecido ya antes en otras visiones o reescrituras del clásico de Hernández, como el cuento «El amor», de Martín Kohan. Al decir de Gabriela Cabezón en entrevista, a la versión de Kohan no le dan las fuerzas (¿las bolas?) para que el Fierro se dé la vuelta. Cabezón le hace decir, sin embargo: «[…] probé su amarga saliva/ Y supe más, me montó./ Nunca quise otra vida. / […] ¡Es zonzo el cristiano macho!» (162).

El final de la novela es la promesa de la vida comunitaria, que Cabezón ya ha abordado desde otros topos literarios como la villa bonaerense en La virgen cabeza (Eterna Cadencia, 2009). Iron aprende a través del amor con Kauka (una de las mujeres de la comunidad), una lengua nueva, nuevas formas de trabajo y de cuidado. A veces almuerzan Fierro, ella, sus hijos, y Liz, su esposo Oscar, Rosario, Estreya. A veces, duermen juntos, a veces no. Flotan en el río, cultivan y descansan. Ante la insistencia del modelo latifundista, Cabezón propone un modelo de trabajo/descanso en movimiento. La comunidad flota en el río, cultiva, vigila, come hongos. Un modelo que también se puede entender como una utopía jipi queer. Se llaman los «Iñchiñ», «nosotros» en lengua mapuche. «Hay que vernos flotar», dice, convencida la narradora de la felicidad posible solo en la utopía fugitiva que describe. Esta huida definitiva de toda posibilidad de integración a la nación resuena en otros fugitivos, como los esclavos que huyen de las plantaciones. Cito al paso la «rebeldía» (waywardness) que Saydiya Hartman usa en su libro Scenes of Subjection para definir el paso siguiente a la fuga: la decisión de ser ingobernable. La China Iron propone una fuga que una posibilidad de la literatura ingobernable, esa de las múltiples formas de la violencia, amor y el humor (hay quien ve en ella un realismo a lo Osvaldo Lamborghini, a mí me parece que sí, pero también una inmensa escucha del sonido de la poesía del siglo de Oro y de la gauchesca). No es una fuga el abandono, sino el reencuentro.

 

Las aventuras de la China Iron

Random House Mondadori, 2017.

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